El mercado global del turismo gastronómico alcanzó 1,09 billones de dólares y se proyecta que para 2033 llegue a 4,21 billones, con un crecimiento anual del 14,46 %. Esta expansión se explica porque cada vez más viajeros organizan sus vacaciones en torno a experiencias culinarias: desde degustar productos regionales hasta participar en clases de cocina.
Según la investigación, la gastronomía fortalece la identidad y el desarrollo local, genera empleo y fomenta la colaboración entre productores, restaurantes y gestores turísticos. En destinos emergentes, como Cuenca, la mayoría de los empresarios reconoce un impacto positivo en sus ingresos y en la imagen de la ciudad, aunque algunos advierten que falta capacitación específica para atender a turistas gastronómicos.
El trabajo subraya que para maximizar el potencial de este segmento se requieren políticas públicas articuladas y alianzas entre sector público, privado y académico, con estrategias que incluyan la gestión de riesgos, el análisis de datos y la promoción de prácticas sostenibles en toda la cadena de valor.
Entre las acciones prioritarias se destacan la diversificación de experiencias, la innovación en la oferta, el fortalecimiento de la cadena de suministro local y la certificación de calidad. Todo ello contribuye a que el destino no solo se diferencie en un mercado competitivo, sino que también refuerce su identidad cultural.
Ejemplos internacionales como Francia, Italia, España o Japón muestran cómo la gastronomía puede convertirse en un sello distintivo para captar visitantes. Países y regiones menos conocidos, como Dinamarca, Letonia o Vietnam, replican el modelo para atraer turismo de calidad y estimular economías locales.
En América Latina, Cuenca se perfila como un laboratorio de buenas prácticas para el turismo gastronómico, con un tejido empresarial que apuesta por la autenticidad y la sostenibilidad. Este modelo podría inspirar a otras ciudades con potencial culinario que aún no han explotado su identidad gastronómica como recurso estratégico.
El desafío, concluyen los investigadores, es transformar la cocina local en una experiencia turística integral, capaz de generar competitividad, proteger el patrimonio alimentario y proyectar la imagen del destino en los mercados internacionales.